Mi orgullo personal!

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miércoles, 25 de mayo de 2011

Homenaje a MI ABUELO ANGEL PASTURENSI. Hacedor de lo mucho o poco que soy


Aquella mañana del 25 de mayo de 1972, se había presentado notablemente luminosa y con un diáfano cielo; no muy común para esa época del año, en el sur del conurbano bonaerense.
Cuando mi madre, Beba, ingresó a la pieza para llamarme, llevaba yo unos cuantos minutos despierto remoloneando en la cama. SI bien era un día patrio y yo asistía a la escuela cursando el 4º grado, ese día en particular no teníamos actividad. La comisión de padres, cosa ya casi perdida en los establecimientos educacionales de nuestro país, ocuparía toda la jornada para instalar el nuevo sistema de calefacción. Por lo que el acto oficial se había realizado el día ppdo.
Aquel 25 de mayo, mi abuelo Ángel me había invitado a acompañarlo a un “Asado Patriótico”, que se desarrollaría en la flamante sede de la Sociedad de Fomento Lomas de Godoy, en la ciudad de Berazategui. Nuestro barrio, nuestra ciudad.
El abuelo, viejo gaucho si los hubo, había aceptado la invitación de uno de sus múltiples amigos, que a la sazón, eran parte de la comisión directiva del mencionado centro. Don Ángel, como le llamaban todos en el barrio, ya casi no podía desplazarse por sus propios medio, y cada paso provocaba en él dolores muy profundos, que si bien los aguantaba con gallardía, minaban sus ganas y voluntad de participación. Pero ese día, era especial me había dicho unas cuantas jornadas antes, cuando con mi abuela Elida hicieron efectiva la invitación. El 25 cumple años la patria! Y debía ser cierto, porque hasta lo que yo sé, mi abuelo no mentía. Es más el programa que ellos escuchan todas las noches, Un alto en la huella, también había dicho lo mismo. ¡El cumpleaños de la patria!
Solo le bastó a mamá decir Hetitorrrrrr!!! Son las 08:30 Hs. Para que yo saliera de la cama y me acicalara primorosamente en el baño de la pequeña vivienda, a solo una cuadra del lugar de encuentro patriótico.
Como era de esperar, no podía salir de la casa, y hablo del edificio, no del terreno, sin antes desayunar convenientemente. Mamá sostiene aún hoy, que el desayuno es la comida más importante del día. Pocos minutos demoré en dar cuenta del Toddy y el pan con manteca y dulce de higos, que diariamente acompañaba mí salida a la escuela. Terminado el tazón y habiendo deglutido algo más de la cuenta, me esperaba otra tarea que era cotidiana y metódica, tanto para mi madre como para papá. Limpiar y dar de comer a unas 22 aves que cada una en sus jaulitas esperaban ansiosos disfrutar del nuevo día. Mirlos, cardenales, federales, jilgueros, canarios, cabecitas negras, mixtos, etc. Se amontonaban en el inmenso galpón, al caer la tarde, para volver a sacarlos muy temprano por la mañana.
Además, terminada la faena de las jaulas, todavía quedaban cuatro jaulones de 1,5 x 2 x 3 metros, que guardaban varias centenas más de otras especies. Venerado tesoro del viejo, que pasaba horas en su compañía.
Ese día, mi viejo estaba de franco, por lo que ya tenía unas cuantas jaulas aseadas cuando me presenté en el galpón todito preparado para asistirlo. En pocos minutos quedaron todas las jaulas colgadas en torno al patio y terminada la labor; también en la pajarera.
Luego de una corrida a la esquina, al almacén de Doña Lucía; donde comprábamos el pan, me podría poner en marcha a la casa del abuelo. Para ello, pese a que la misma estaba a solo cuatro cuadras de distancia, había yo lavado y embanderado mi “bici” el día anterior, luego de hacer las tareas de la escuela. La ocasión ameritaba ese detalle de higiene.
Papá estaba preparando ya en el fondo sus palitos para encender el fuego, en el que cocinaría su especialidad, pollos a la parrilla. Así que luego de sacar la bici al patio, ingresé a la cocina en búsqueda de mamá; que tenía secretamente algo preparado para mí. Pasó un rato largo con las recomendaciones de rigor, y luego se escabulló al comedor abriendo a la pasada la puerta del frente. Yo, disimuladamente fui hasta el fondo, me despedí del viejo y monté en la bici, aún dentro de casa (cosa que por cierto, fastidiaba a mi padre).
Cuando llegué a la puerta del frente, en la calle, mi mamá salió subrepticiamente del comedor y me puso en manos una botella de Ginebra Bols, primorosamente envuelta con papel de estraza. Era el regalo para mi padrino Raúl, que ese día cumplía años. Pero dado a que las relaciones con mi padre no eran buenas, todo estaba cubierto de un marco de inaudito secreto. Si el Chule (mi viejo) se llegaba a enterar, se armaba la gorda. Tanto mamá como yo, pasaríamos por el cadalso. Típico problemas familiares en los que los chicos, pagan el mayor precio.
Partí raudamente dejándome llevar por la pendiente de la calle Parrillo, rumbo a la Paso. Allí, doblaría a la izquierda y entonces estaría lejos de la mirada escudriñadora del viejo. Libre pues para colocar la botella en el portaequipaje y así disfrutar de la mañana fresca y el viento que movería, como yo quería; la banderita Argentina colocada en un muy prolijo mástil y la decena de cintas albicelestes que pendían de la empuñadura del manubrio, regalo de la abuela Elida por mis buenas notas.
Solo pasaron unos pocos minutos, a lo sumo tres, para que llegara a la casa del tío. Pero en el camino quedaron mi felicidad, el orgullo y la argentinidad que podía yo manifestar orondo con mi engalanada bicicleta. Ah!! Me olvidaba, también quedaban como diez saludos de los vecinos que me cruzaron y con los cuales guardaba un recíproco respeto y cariño. Chau Don Querejeta, hola Don Juan; buen día Mary, como le va Doña Antonia, chau Donato. Etc. Etc. Sin olvidar el saludo de rutina al perro del barrio, Pichi, que tenía más de humano que de can. Y que nunca supimos porque; había aprendido a desperezarse como los vecinos, debajo del árbol y en la vereda, mientras saludaba con su movediza cola a quienes le daban los buenos días. Claro que también Pichi sabía además “rascarse“ a lo largo de la pared del frente de su casa; primero para el norte, apoyando su lado izquierdo y luego, volviendo, hacia el sur, con su lado derecho.
Aún no me había bajado de mi móvil “tuneado” cuando Capitán, el ovejero alemán de mis tíos, llegó a recibirme. Ladraba, jadeaba, corría y me saltaba; todo eso para demostrar el amor que me tenía. Dejé la engalanada bici delante de la cocina, apoyada en la tupidísima hiedra, que cubría todo el amplio patio de la casa. Quería que mis tíos y la abuela Socorro, la vieran y me dijeran algo.
Cuando entré a la cocina, ya el calentador Primus, tenía a la pava, bramando de alegría. La abuela “Cocoio” Socorro, me recibió con su inigualable mate de leche. Y la tía Pochi, trajinaba con un súper estofado de conejo. Bueno, en realidad, con las verduras del mismo, porque el animalito aún correteaba en el fondo, escapando de mi tío.
Luego de los saludos de rigor y las preguntas y respuestas de rutina, con la botella en la mano, me encaminé para el gallinero. Que dicho sea, era más un zoológico que un gallinero. Porque el tío Raúl poseía ahí más de una especie animal. Gallinas, conejos, pavos, patos, un chancho, pollos, etc. Correteaban entre las alambradas y otros, orondos, se bañaban en el muy limpio estanque artificial. Que además, estaba en sus orillas, totalmente poblado de un riquísimo berro. Ese que mi viejo comía engañado por mi vieja, que decía lo había comprado del Turi (el verdulero gordo del barrio) pero que en realidad se lo enviaba su hermana por medio de mi abuela. Todo una trama de Hollywood.
Cuando me vio, se dirigió hacia la puerta de ingreso al zoo, ya con un conejo gris, pendiendo de sus manos. Era muy certero él en la cacería y mucho más en las tareas de “asesinato”; la presa no sufría ni se daba cuenta de su triste final,
¿Que anda haciendo sobrino? Dijo, queriendo disimular su alegría, cosa que le salía y salió siempre mal. Vengo a saludarte por el cumpleaños, atiné a decir, atónito por el tamaño del conejo gris.
Decime tío, este es el que me gustaba a mí cuando era chiquito. Si, ¿viste como creció? Fue su única respuesta, a la vez que ponía el pasador y gritaba a Capitán que deje de husmear el conejo ya fallecido!!!
Toma tío, que la disfrutes, dije a la vez que lo abordaba con un beso y un fortísimo abrazo y le daba la botella aún envuelta; pero que a todas luces se manifestaba como única en su tipo. Oh!!! Qué buena. Gracias espetó también manifestando asombro, cosa que tampoco podía disimular.
Quédate a comer, me invitó como queriendo pasar por alto los problemas familiares en los que estaba inmerso. La tía prepara el conejo. Él sabía que la respuesta era obvia, pero siempre tenía la invitación a flor de boca para su sobrino. No tío, tengo que ir al asado en la sociedad de fomento con los abuelos. Fue la noble y real respuesta que se me ocurrió en ese momento.
Ah! Claro me dijo la Elida!! Bueno, entonces, venite con los viejos (mis abuelos) a la noche que hago el asado. Trataré pues de estar, mañana no tengo clases. Si, vení así armamos el truco y les ganamos.
Para esos momentos estábamos ya en la cocina y las mujeres rompieron en elogios para con mi bici. El tío no fue menos y también sumó lo suyo.
Como escuché el llanto de mi primito en la pieza, me llegué a verle en su cuna, a la vez que daba cuenta de otro mate de leche.
Dando los besos y saludos que la oportunidad imponía, monté en la bici y corriendo carreras con Capitán me dirigí a la puerta, donde ya estaba el tío saludando y recibiendo saludos de sus vecinos. Nos vemos dije y tomé por la vereda de ladillos rumbo a lo de los abuelos. Grité sobre el hombro derecho ¡Hola Chury! Una de la vecinas más buenas que he conocido.
Chau Edel!!!, grité a la pasada a otra vecina, que compartía con mi tía el puesto honorífico. Hola ¡Juanca! espeté al hijo que también estaba en la tarea de engalanar su bicicleta con banderitas. Al doblar la esquina, casi atropello a mi abuela Elida, que temprano como era su costumbre, concurría a saludar a su yerno. Eeehhh!!! Grito, mira si rompes el regalo del tío. Qué no era otra cosa, que otra botella, en este caso de coñac Tres Plumas. Anda “a las casas” que está el abuelo solo me indicó luego del gran beso. Y solo un minuto después hacía chirriar los frenos en la casa del abuelo.
El abuelo Ángel, era para mí y me enorgullece que aún lo sea, el ejemplo de vida, de trabajo, de gaucho, de asador, de amigo y por sobre todas las cosas, de bombero voluntario. Estaba él sentado en el porche de su casa, con las botamangas de su pantalón remangadas hasta las blancas rodillas. El sol, le pegaba con ganas en esa parte del cuerpo, y él se restregaba con ambas manos, una y otra vez, como queriendo aliviar el dolor de su avanzada artrosis. Según los médicos, producto de las semanas que se había pasado con las aguas hasta la rodilla, rescatando gente, cuando las inundaciones azolaban la ciudad; que recién despertaba.
Pelé, su gato negro y mal llevado, estaba a su lado ocupando un triángulo de sol, que alumbraba una baldosa también negra. Si no lo hubiera conocido, bien pudiera decirse que era la encarnación de esos gatos raros que tenían los reyes egipcios en sus tumbas, y que yo había visto en los libros. Pese a que conmigo no tenía lo que se dice onda, Pelé movía la cola al verme y cuando se le cantaba, se acercaba a refregarse en mis piernas, como para dejar su olor. Cosa que a Roli, mi perro, volvía loco de remate.
El abuelo me recibió con un mate amargo, cimarrón, como le gustaba identificarlo gauchescamente, a la vez que prorrumpía en las preguntas propias de todo abuelo que se precie. ¿Cómo anda la escuela?, tu papá, tu mamá, el Rubito (Rubén, mi hermano) y un larguísimo etc. También se hizo tiempo para elogiar mi bicicleta y pedirme que la entrara al fondo. Cosa que hice sin chistar, volviendo para sentarme junto a él, para saludar a tantos vecinos como los que tenía el barrio, que a esa hora pululaban de un lado a otro. Y seguir con el mate.
Intercambiamos ambos, comentarios sobre los tíos, sobre el acto del colegio y otras cosas propias de charlas “abueriles”, además tratamos concienzudamente como manejaríamos la invitación al asado del tío. Eso era una Misión Imposible, que requería mucha preparación y audacia.
Convenimos que lo mejor era hacer partícipe a mamá, para que yo pudiera conservar las orejas pegadas al cuerpo. La negra (apodo que le daba el abuelo a mamá) no tiene problemas. Pero ya sabes cómo es el Chule (apodo dado desde niño a mi padre). Avísale y digan que te quedas esta noche en casa.
Poco rato después, llego acompañada de una vecina la abuela. Se saludaron, ésta saludo al abuelo en italiano y luego siguió rumbo. Era la señora de la esquina, la Italiana de los Zapatos Grandes, una viuda que había perdido al marido y que seguía usando su calzado hasta el mismo día de su muerte.
La abuela, tal como era su costumbre, volvió a repetir lo mismo que me había dicho en la esquina, un rato antes, también pregunto por la flia. Y obviamente, quiso saber si contaba yo con el permiso de mi padre para ir con ellos al asado. Así de jodido era el Chule!!!
Seguimos con la tertulia con el abuelo, mientras el sol calentaba sus dañadas piernas, y para cuando en el barrio ya se imponía el olorcito a asado de los vecinos, la abuela llegó con un plato de queso, salame y pan. Era éste el tentempié que permitiría al abuelo, cruzar el umbral del mediodía. Ya eran casi las 11:30 hs. Y de común, el se estaría lavando las manos para almorzar. Cosas del campo ¿vio?
Dimos cuenta del plato y regamos todo con uno sorbos de vino tinto que tomamos de la vieja bota gallega, que un amigo, Don Luis Martínez, le había traído de la madre patria. El abuelo me dejaba siempre cometer esos deslices, porque decía que el hombre debe probar de todo, pero no pasarse. Claro que el omnipresente Chule, no tenía la misma opinión, pero se la aguantaba.
Cuando ya el zenit marcaba las 12 del mediodía, y luego de recargarla bota, partimos para el centro vecinal. Solo eran tres cuadras y media; pero nos demoraríamos como una media hora, dado que el abuelo no caminaba casi. Yo portaba la silla de paja, pulcramente blanqueada a la lavandina (aún la conservo en mi pieza como recuerdo) que la abuela había preparado días antes. El abuelo caminaba muy despacio con sus muletas y la abuela, cargaba la bolsita de los mandados con lo cubiertos para los tres y, obviamente, la bota de vino.
Cada más o menos una cuadra, el abuelo hacía un alto en la huella, para sentarse unos minutos en su silla, como para descansar las piernas. Luego reiniciábamos el viaje. Así con varias paradas fuimos llegando.
Desde lo bajo (la sociedad de fomento estaba en una loma muy empinada) (de ahí el nombre) se podía percatar uno del jolgorio que se estaba armando. La música folklórica, y los chicos correteando daban una idea de que nos encontraríamos. Ya cerca, a escasos metros del portón, el humo del asado, ponía de manifiesto que de comer abría y mucho. Y entre medio de los niños, el humo y la música, pude ver a varios asadores, puñal en la cintura, que dando cuenta de unos vasos de vino, charlaban animadamente.
Cuando llegamos al predio, el silencio se hizo sepulcral entre la muchedumbre asistente, mientras que en los altavoces se escuchaba el gato del veinticinco. …el sol del veinticinco, viene asomando, el sol del veinticinco viene asomando, y su luz en el plata, va reflejando…
Pronto y con absoluta calma, respeto, honor y dicha; el speaker anunció a los presentes la llegada de Don Ángel. Les pido dijo, un minuto de su atención. Quiero que todos los presentes se unan a mí en un aplauso mayúsculo, para recibir a un gran amigo y al vecino que todos sabemos, muchas veces nos dio una mano. Señoras y señores, recibamos a Don Ángel Pasturensi, vecino, bombero y mejor amigo.
El abuelo había tomado esa postura que muchas veces yo le había envidiado en sus fotos con uniforme, pretendía olvidarse del los dolores y caminada erguido y solemne. La abuela repetía angelito, mira lo que dicen de vos!! Y yo, sin creer lo que oía y veía, solo pude sonreír, cada vez que los vecinos me acariciaban la cabeza o daban palmaditas en la espalda. Ahhh! Que nieto éste, siempre al lado de su abuelo.
Desde dentro del recién pintado salón apareció sonriente Don Bianchi, un acaudalado vecino, presidente el de la comisión y a la vez, el oficiante de speaker.
Bienvenido Ángel. Gracias por aceptar la invitación. Pase aquí le tenemos preparado su lugar.
Nunca terminé de entender bien ese respeto que se tenían ambos, luego de tantos años de vecinos y amistad, aún se trataban de UD.
Nos sentamos y la gente inició un peregrinar incesante por nuestro lugarcito, cerca de la puerta. Todos nos conocíamos, todos querían saludar al abuelo y la abuela. Todos les tenían afecto y aprecio.
No recuerdo del asado o como estaba de rico, si que comí como un león hambriento junto a mis amados abuelos. Tomamos vino de la bota y como postre, deglutimos varios pastelitos de dulce de batata, cubiertos de almíbar.
Ya a los postres, el improvisado pero a la vez seguro speaker, anunció que el ballet de no sé quién, nos brindaría algunas danzas patrióticas para engalanar la velada. Pronto se escucharon los acordes de zambas, chacareras, gatos, escondidos, huellas, cuecas y no sé qué cantidad de otras danzas. Los jóvenes bailarines prolijamente ataviados con pilchas gauchas, demostraban mucho nivel, y aún mucho más amor por lo que hacían. Mis abuelos miraban absortos desde la ventana abierta, mientras yo, en complicidad con otros vecinitos, me acerqué a la improvisada pista de baile.
Los jóvenes, parecían no cansarse nunca y cada danza los encontraba en perfecta armonía y preparación. Giros, vueltas, palmas, castañetas, pañuelos, todo estaba bien coordinado y realizado en perfecta cronología. La gente aplaudía y algún vecino ya algo tomado, daba vítores o gritaba VIVA la PATRIA!!! A lo que todos respondían VIIIIIIIIIIIVA!!!!!!
Cuando me corrí para ver mejor, pasé muy cerca de la parrilla, en donde los asadores, estaban enfrascados en un gran partido de truco, mientras saciaban su sed con los helados vasos de vino. En la cercanía, un padre regañaba a su hijito porque lloraba, a la vez que su abuelo le consolaba con un helado que escondía en su mano.
Así, poco a poco, rodee la pista y quedé de espaldas a la calle Rosende, que por ese entonces junto con otras cuatro, recordaba con su nombre a tres valientes bomberos, muertos en cumplimiento del deber, a los que mi abuelo, tuvo que reconocer en la morgue, aquél aciago día en que la bola de fuego, les sorprendió en esa estación de servicio de Florencio Varela. Sus nombres eran Ramos, Parrillo (mi calle), Rosende y Antongñoli.
Desde esa posición, podía yo ver al abuelo sonriente, mirar por la ventana y disfrutar casi con los ojos llorosos. De pronto, otro vecino se acercó y le habló al oído. El abuelo lo miró y con los ojos grandes y sus bigotes exaltados, movió la cabeza negativamente. Don Zurita, el peluquero del barrio, ese que me vendía los chocolatines Jack y los horribles cigarrillos 43/70 de mi papá; en su quiosco, anexado a la pulcra peluquería, algo le decía al abuelo y éste se negaba.
Ver negarse al abuelo a algo, me resultaba por demás raro, así que entre todos los espectadores me fui corriendo hasta llegarme donde él. ¿Qué hablaba Don Zurita con mi abuelo? Disimuladamente me arrimé, con la escusa de hacerme de un sorbo de Coca. Dale Ángel, vos podes, revivamos esas cosas que llevamos dentro. Oí que el amigo, vecino, peluquero y ex policía le decía.
No, yo no puedo, no me dan las piernas, no tengo la fuerza ni el equilibrio, dio el abuelo mientras aspiraba una bocanada interminable de su apestoso Particulares 30. Color verde.
¡Cómo que no! Si es cortito, dale anímate. Volvió a decirle Don Zurita.
Para entonces la abuela se sumó a la charla, dejando para después su último pastelito. Dale Angelito, ¡dale!
¿Qué cosa tenía que dar mi abuelo? Era para ese momento la duda de estado que ocupaba mi mente y espíritu.
Al fin dijo… está bien, pero hasta donde pueda. Ni un paso más, si me caigo me mato.
Don Zurita reía socarronamente y restregando las manos, se dirigió a hablar con su vecino, amigo y además, el presidente. Algo le dijo al oído a lo que éste le respondió con ojos muy grandes y la boca abierta. Mientras movía la cabeza, también negativamente como el abuelo y se reía a todo pulmón.
¿Qué pasa abuelo? Dije pensando en que mi amado abuelo, sería confidente conmigo. Nada, fue su respuesta escuálida y casi indiferente.
Mire a la abuela esperando complacencia de ella, pero la risa la embargaba y tampoco dijo palabra. Solo me agarró de la mano y tras ella me sacó para afuera.

Quédate aquí, y espera ¡lástima que nos están las chicas! (mamá y la tía, obviamente). Hablo con otras vecinas y todas se alborotaron.
Aclarando la voz como quién quiere llamar la atención, Don Bianchi, el speaker, pidió la atención de todos los presentes, que por ese entonces aplaudían a rabiar al ballet que había terminado su actuación de momento.
Atención, atención a todos. Le quiero contar algo, escuchen. El ballet, va a bailar otra pieza más, como cierre del espectáculo; pero ahora debe cambiarse de ropa. Mientras tanto, vamos a deleitarnos con un espectáculo que no estaba en los planes de la comisión, ni de los audaces que se animarán a el.
Hace muchos años, aquí nomás, en la quinta de los Godoy, allá en el ombú grande, estos días patrios se festejaban a lo grande, tal como lo hacemos ahora. Por ese entonces, algunos jóvenes del barrio y otros no tanto, bajo la tutela de un conocido vecino, se animaban a dar sus primeros pasos en la danza folklórica. No eran lo que se dice un ballet, sino un grupo de buenos amigos, vecinos que dirigidos por Don Zurita, nos entretenían cada tanto bailando nuestras danzas. Hoy, aquí, en la sociedad de fomento están algunos de éstos amigos y vecinos y rememorando esos hermosos días, han de dejarnos unas danzas para el recuerdo.
Por favor recibamos con un aplauso gigante a: …., a …, a …, a…, a Don Ángel Pasturensi, a…, todos ellos dirigidos por el antiguo profesor Don Zurita.
Queeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee????? Dije yo casi horrorizado. ¿Mi abuelo bailando? ¿Está loco o tomó mucho?
Mi abuela reía y las vecinas le daban de palmas en su espalda.
Los vecinos se arremolinaron en torno de la pista y el aplauso atronó todo el barrio. Como será el estrépito, que los beodos asadores interrumpieron la partida de truco, para ponerse la boina y también acercarse a la pista.
En medio de tanto ruido, unos ocho vecinos, de los que lamentablemente no recuerdo hoy sus nombres, salieron unos tras otro tomados de la mano con su pareja. Más o menos por la mitad, apareció mi abuelo y el estrépito volvió a ser ensordecedor. Cojeando, casi sin poder dar dos pasos seguidos, ahí estaba el abuelo, mi abuelo, sonriendo y a la vez serio.
No recuerdo que bailaron o si acaso lo hicieron bien. Tanto era el entusiasmo que tampoco importaba de seguro a los presentes. Solo sé que casi no pude verle, porque uno tras otro sus vecinos se movían de un lado a otro para enfocar mejor en sus retinas a esos viejos que bailaban.
Entre tanto barullo, la abuela me asió del brazo y llorando me dijo que le alcanzara la silla al abuelo, por lo que corrí presto al salón, en contra a lo que hacían las mujeres de la comisión de damas, que preparaban ya la rifa pro jardín de infantes, cortando tortas donadas. Y dejando todo por terminar presurosas querían ver el espectáculo.
No debo haber tardado más de dos minutos en volver, pero mi abuelo estaba ahí, parado sostenido por varios vecinos que le sonreían y aplaudían al unísono. Bravo Don Ángel, otra Angelito, era lo que pude escuchar.
Acariciándome la cabeza y lloroso (y que conste que fue la única vez que le vi lágrimas) el abuelo, mi abuelo agarró la silla y se sentó para poder ver el final de la actuación de sus viejos compañeros.
Luego cuando lo estridente del aplauso, dio lugar a la música del Pericón Nacional, con que el ballet se despediría; Don Zurita se acercó a mi abuelo y ambos rompieron sus pechos en un fortísimo abrazo.
Han pasado ya treinta y ocho años, y sin embargo, recuerdo vívidamente ese momento. Mi abuelo nos abandonó terrenalmente el dos de junio de 1977; justo el día del Bombero Voluntario. Su día. Posteriormente también sería mi día. Pero esa experiencia me marcaría de por vida.
Terminada que fue la patriótica jornada, los saludos y el mate ocuparon su lugar. Cuando ya la tarde daba paso a los primeros reflejos rojizos del atardecer, nos fuimos para …las casas… como decía el abuelo.
Mi abuela y yo, caminamos barranca a bajo, acompañadas por las vecinas más afines. El abuelo, fue conducido prestamente por su amigo y vecino Don Bianchi en ese auto que a todos dejaba maravillados. Un Chevrolet 400 de color beige claro, casi amarillo, con techo vinílico negro.
Las chismosas vecinas, no me dieron, sino hasta que llegamos a la esquina de Don De Filippo, la oportunidad de hablar con la abuela. Y ésta, aún radiante, solo me pudo decir ¿viste que lindo bailo Angelito?
Lindo, lindo, noooooooooooooo hermoso dije, a la vez que pateaba una latita de tomate que la semana anterior había marcado el arco en un improvisado partido de futbol, en el campito cuadrado de la esquina.
Encontrarme con mi abuelo en la casa, fue algo hermoso. Él como si cualquier cosa, solo se preocupó por poner el agua para el mate, y pedirme que lo aprontara. Yo tenía miles de preguntas que hacerle, pero parecía que a él eso no le importaba. Con sus muletas caminó hacia el baño y cerró la puerta, la abuela colocó la lechera sobre otra hornalla y puso a hervir su leche. Pelé el gato negro azabache, ronroneaba en la ventana pidiendo su bofe.
Confundido y esperanzado, preparé el calabacita negro para los amargos. Me senté en la mesa y solo atiné a esperar.
Pasó un largo rato, hasta que el abuelo salió del baño y pesadamente se sentó conmigo en la punta de la mesa. Mientras le alcanzaba el mate, le espeté. Abu, ¿vos bailas? No, fue la respuesta, bailaba hace mucho, cuando tu mamá ni siquiera estaba de novio.
Ah! decile que las chicas también bailaban, decile, gritó la abuela desde la cocina, casi atragantada comiendo su marroco de pan, mojado en la leche, blanca cual nieve.
Si, la negra, la Pochi (mamá y la tía) y yo hace mucho bailábamos con Zurita. Estaba también el chico Garay, Vicente De Filippo, y otros (que no recuerdo yo, en este momento) era algo lindo, solo para esas fiestas que se hacían en el ombú, nada serio, pero era lindo, vaya si era lindo.
Espérate, gritó la abuela que por ese entonces, estaba en la gran pileta de lavar la ropa, cortando el bofe para Pelé.
Dejó al gato pagando y salió para la pieza de las chicas (mamá y la tía) y desde ahí vino con una foto casi sepia que me puso ante la nariz. Ahí las tenes. También está el abuelo.
La foto en cuestión, mostraba a tres parejas finamente ataviadas, las mujeres de blanco, los hombres de negro, sentados solemnemente en una de las grandísimas raíces del viejo ombú, del que hice mención. Este árbol, en el cual yo jugué varias veces, había sido testigo de muchas historias, una de ellas, involucraba a gran parte de mi familia. Y porque no decirlo, signaría mi destino de artista.
No sé de qué más hablamos esa tardecita, solo recuerdo que en medio de la charla, una bocina rompió el apacible y ameno hablar de mi abuelo. Era el tío Toto, hermano de mi padrino, que venía en su Fiat 600 a buscarle al abuelo, para llevarlo al asado. Yo le decía tío, solo por respeto y creo que use esa palabra muy pocas veces, porque era tan afable, tan bueno y cariñoso que le cabía mejor, solo Toto.
Así partieron el Toto con mi abuelo, mientras la abuela cerraba la casa, y yo subía a la bici nuevamente para ir a pedir permiso a casa, para quedarme esa noche de los abuelos. Claro que previamente había guiñado el ojo a mamá, sumándola al contubernio que garantizaba mi cena en lo del padrino.
Ni bien se dijeron las palabras mágicas; si anda, salí corriendo de casa para volar como loco calle abajo, hacia la casa de la tía Pochi.
Cuando llegué, la cosa estaba empezando. En el fondo el tío Raúl, mi primo Emilio, el Toto y Don Ferrari, daban cuenta a una morcilla fría. El abuelo sentado en una silla jugueteaba con su flamante bisnieta, mientras en la cocina todo era risa y chismes.
Pasé como una tromba por al lado de otros parientes y me planté frente a mi tía. Ella se reía con los cachetes colorados y abrazándome me dijo, casi preguntando ¿así que viste bailar al abuelo?
Solo pude decir si, cuando ella había desaparecido.
Le seguí de cerca, hasta la verdadera cocina, un techado a solo metros de la casa, donde estaba la Volcán. Una hermosa obra de ingeniería; que engullendo querosene, generaba más calor que el quinto fuego del averno. En ese pequeño reducto, sin puerta, sin comodidades, mi tía tenía sus cosas para hacer buena comida. La cocina, o mejor dicho el lugar físico que tenía la casa para tal fin, casi no se usaba para esos menesteres. Las más de las veces, mi primo ocupaba el espacio, con su moisés o la abuela Socorro con su cosas. Solo el crudo invierno cobijaba las cacerolas ahí, cerca del comedor.
Esa cocina verde, con varios mecheros, está presente en mí a cada momento. Es una de las cosas que me acompañaran de por vida, como un callo en mi corazón.
La tía había llevado una gran olla llena de papas peladas y agua. Era para hacer la famosa ensalada de papas y huevos duros, que yo anhelaba. La puso sobre una larga llama y secándose las manos en el delantal, me agarró de la mano tirando de mí hasta su pieza.
De una desvencijada caja de cartón, símil cuero, extrajo una foto, también sepia. Mira, me dijo, esa soy yo, esa la negra, éste es el abuelo y este es. Si ya se, le interrumpí el de Garay…
¿Cómo sabes eso vos? Me inquirió.
Porque la abuela me mostró la misma foto recién en la casa.
Al parecer, ese era un tesoro que yo no había conocido, pero de alto valor en la familia. Y tan valioso era, que al otro día mi madre también me mostró la misma imagen.
La reunión de cumpleaños transcurrió como era de esperar, de la mejor manera, se comió, se bebió y obviamente jugamos al truco. Deporte si se quiere, predilecto de mis padrinos y sus ocasionales invitados.
Toda la velada había yo estado pensando en esos pocos pasos de danza que había visto dar a mi abuelo esa tarde y no podía sacarlos de mi cabeza. Había en todo eso algo más profundo que un simple baile. Creo que se trataba de argentinidad y amor por lo nuestro.
Ese día, aquel niño que fui, decidió que en el futuro bailaría. No sabía cómo, ni donde ni con quién; pero bailaría como mi abuelo.
Pasaron más años de los que esperaba, pero las cosas de la vida me llevaron por otros rumbos y actividades que me mantuvieron lejos de la danza folklórica; si bien siempre fui un agraciado para todo tipo de baile.
Cierto día, ya rondando el 82, en una tarde de lluvia y mate en la casa de mi amigo Omar Walter Fernández, salió el tema de las danzas y los bailes de nuestra tierra. Omar, el Flaco, era a la sazón, profesor de danzas pero no ejercía. Estábamos reunidos matando las horas libres del cole, con un nutrido grupo de compañeros. Nadie sabía de danzas ni gustaba de ellas, no siendo yo.
El Flaco, no dudó y me dijo que podía enseñarnos a todos lo más rudimental, en pocos minutos y como no puede ser de otra manera; aquella turba de jovenzuelos, aceptamos el desafío.
Corrimos en un santiamén los sillones de Doña Teresa y pronto el living se convirtió en una pista hecha y derecha. Mientras Los Chalchaleros, Los Cantores del Alba y Los Hermanos Abalos nos dedicaban su música desde el disco de vinilo, nosotros hacíamos los primeros amagues para convertirnos en émulos del Chúcaro.
Nunca podré olvidarme lo feliz que estaba en haber aprendido esos pasos, en bailar por primera vez un gato, una chacarera. Eso era el acabose y nosotros, porque todos estábamos emocionados; no podíamos creer que fuera tan fácil.
Otra vez la vida y los años, hicieron que todo cayera en el olvido y otras actividades se cruzaran en mi rumbo. Nuevamente muchos años pasaron hasta que llegó el gran día en que me incorporé a las filas del Ballet José Hernández de mi ciudad y pude; ahora sí. Despuntar el tan ansiado vicio de bailar.
De eso, hablaré otro día, pero solo voy a agregar para cumplir con este relato, que la danza me llevó a Cuba, a Chile y Perú. Y a mi ballet, a demás a España, Suiza, Italia y Francia. Que no es poca cosa si pensamos en la poca importancia que tiene nuestra cultura en el país.
De bailarían a radioaficionado, de radioaficionado a afecto a las narraciones. Lo cierto es que mi amado abuelo Angel Pasturensi; el viejo bueno, el hombre agradable, cariñoso, bombero voluntario, plomero y bicicletero. Se merecía este reconocimiento de mi parte.
Solo he pedido a Dios, que le haya permitido a él, verme lucir mi gallardo uniforme de Bombero Voluntario y que allá lejos en lo alto del cielo; también pudiera marcar el ritmo con sus atormentadas piernas, cuando una zamba, una jota o una chacarera me hacía bailar en los más diversos escenarios.
Mi vida está íntima y afectivamente relacionada con el abuelo Angel. Me dejó solo en lo mejor de sus años, pero sé que dejó de sufrir esos dolores que hoy me están comenzando a afectar a mí, con solo 48 años. Desde mis 13 años entonces ha hoy, cada día tengo para él un hermoso recuerdo y todo mi amor. Las cosas que más he querido en mi vida, me las dio él. Mi madre, los bomberos y la danza. Quiera el buen Dios que yo, pueda dejar la misma herencia a alguien.
Con todo el afecto y cariño hacia Uds. Culmino aquí la narración de una parte de mi vida, que no es otra que la razón de ese documento que se llamó DANZAS DEL BICENTENARIO. Pero antes de firmar al pié, debo agradecer además la invalorable y destacada participación y ayuda de todos los miembros del Grupo ECO RADIO; en la concreción de este evento que ha sido un verdadero éxito. En especial a Roberto Rene Lucich LU7HBL y Norberto Cesar Del Villar LU7HA; porque sin ellos hubiera sido materialmente imposible concretar el sueño y ver plasmado en la actividad este anhelo.
Que Dios les bendiga grandemente.
Héctor Oscar Cousillas LU3HKA